4/16/2007



La Decadencia de Occidente

Bosquejo de una morfología de la historia de la Historia Universal.

Oswald Spengler



FORMA Y REALIDAD.

Volumen 1.

Traducido del alemán por
Manuel G. Morente


Prólogo de José Ortega y Gasset.

En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido. La guerra mundial, que no ha sido tan mundial como se dice, parece ser el síntoma y, al par, la causa de la defunción.
La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura. Lo mas a que puede aspirar el bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o transmiten. Pero la cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural.
Y, en efecto, lejos de existir éste, acontece que, al menos la ciencia, experimenta en nuestros días un incomparable crecimiento de vitalidad. Desde 1900, coincidiendo peregrinamente con la fecha inicial del nuevo siglo, comienzan a elevarse sobre el horizonte intelectual pensamientos de nueva trayectoria. Esporádicamente, sin percibir su radical parentesco, aparecen en unas y otras ciencias teorías que se caracterizan por disentir de las dominantes en el siglo XIX y lograr su superación. Nadie hasta ahora se había fijado en que todas esas ideas que se hallan en su hora de oriente, a pesar de referirse a los asuntos mas disparejos, poseen una fisonomía común, una rara y sugestiva unidad de estilo.
Desde hace tiempo sostengo en mis escritos que existe ya un organismo de ideas peculiares a este siglo XX que ahora pasa por nosotros. La ideología del siglo XIX, vista desde ese organismo, parece una pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inelegante y sin remedio periclitada.
Esto, que era en mis escritos poco mas que una privada afirmación, podrá recibir ahora una prueba brillante con la Biblioteca de Ideas del siglo XX.
En ella reúno las obras más características del tiempo nuevo, donde principian su vida pensamientos antes no pensados. Desde la matemática a la estética y la historia, procurará esta colección mostrar el nuevo espíritu labrando su miel futura sobre toda la flora intelectual. Claro es que tratándose de una ideología en plena mocedad no podrá pedirse que existan ya tratados clásicos donde aparezca con una perfección sistemática. Es más, algunos de estos libros contienen, junto a las ideas de nuevo perfil, residuos de la antigua manera, y como las naves al ganar la ribera, mientras hincan ya la proa en la arena aun se hunde su timón en la marina.

* * *

El libro de Oswald Spengler, la Decadencia de Occidente, es, sin disputa, la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años. El primer tomo se publicó en julio de 1918: en abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53.000 ejemplares, y en la misma fecha se imprimían 50.000 del segundo tomo. No hay duda de que influyeron en tal fortuna la ocasión y el título.
Alemania derrotada sentía una transitoria depresión que el título del libro venía a acariciar, dándole una especie de consagración ideológica.
Sin embargo, conforme el tiempo avanzaba se ha ido viendo que la obra de Spengler no necesitaba apoyarse en la anecdótica coincidencia con un estado fugaz de la opinión pública alemana.
Es un libro que nace de profundas necesidades intelectuales y formula pensamientos que latían en el seno de nuestra época.
Hasta tal punto es asi, que una de las graves faltas del estilo de Spengler es presentar como exclusivas y propias suyas ideas que, con más o menos mesura, habían sido expresadas antes por otros. Puede decirse que casi todos los temas fundamentales de Spengler le son ajenos, si bien es preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho de cuño. Spengler es un poderoso acuñador de ideas, y quienquiera penetre en las tupidas páginas de este libro se sentirá sacudido una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que las ideas se cargan cuando son fuertemente pensadas.
¿Qué es la obra de Spengler? Ante todo una filosofía de la historia. Los que siguen la publicación de esta biblioteca habrán podido advertir que la física de Einstein y la biología de Uxküll coinciden, por lo pronto, en un rasgo que ahora reaparece en Spengler y más tarde veremos en la nueva estética, en la ética, en la pura matemática. Este rasgo, común a todas las reorganizaciones científicas del siglo XX, consiste en la autonomía de cada disciplina. Einstein quiere hacer una física que no sea matemática abstracta, sino propia y puramente física. Uxküll y Driesch bogan hacia una biología que sea sólo biología y no física aplicada a los organismos. Pues bien; desde hace tiempo se aspira a una interpretación histórica de la historia. Durante el siglo XIX se seguía una propensión inversa: parecía obligatorio deducir lo histórico de lo que no es histórico. Así, Hegel describe el desarrollo de los sucesos humanos como resultado automático de la dialéctica abstracta de los conceptos; Buckle, Taine, Ratzel, derivan la historia de la geografía; Chamberlain, de la antropología; Marx, de la economía. Todos estos ensayos suponen que no hay una realidad última y propiamente histórica.
Por otra parte, los historiadores de profesión, desentendiéndose de aquellas teorías, se limitan a coleccionar los «hechos» históricos. Nos refieren, por ejemplo, el asesinato de César. Pero ¿«hechos» como éste son la realidad histórica? La narración de ese asesinato no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas nos hacemos esta pregunta caemos en la cuenta de que su muerte es sólo un punto vivo dentro de un enorme volumen de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la mano el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I a. de J. Pero el siglo I no es comprensible sin el siglo II, sin toda la existencia romana desde los tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la muerte de César sólo es históricamente real, es decir, sólo es lo que en verdad es, sólo esta completo cuando aparece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico amplísimo que es la vida toda del pueblo romano. Los «hechos» son sólo datos, indicios, síntomas en que aparece la realidad histórica. Esta no es ninguno de ellos, por lo mismo que es fuente de todos. Más aún: qué «hechos» acontezcan depende, en parte, del azar. Las heridas de César pudieron no ser mortales. Sin embargo, la significación histórica del atentado hubiera sido la misma.
Quiero decir que la realidad histórica latente de que el acto de Bruto surgió, como la fruta en el árbol, permanece idéntica más allá de la zona de los «hechos»—piel de la historia—en que la casualidad interviene. En este sentido es preciso decir que la realidad histórica no sólo es fuente de los «hechos» que efectivamente han acontecido, sino también de otros muchos que con otro coeficiente de azar fueron posibles. ¡De tal modo rebosa la realidad histórica el área superficial de los «hechos»!
No basta, pues, con la historia de los historiadores. Spengler cree descubrir la verdadera substancia, el verdadero «objeto» Histórico en la «cultura». La «cultura», esto es, un cierto modo orgánico de pensar y sentir, sería, según él el sujeto, el protagonista de todo proceso histórico. Hasta ahora han aparecido sobre la tierra varios de estos seres propiamente históricos. Spengler enumera hasta nueve culturas, cuya existencia ha ido sucesivamente llenando el tiempo histórico. Las «culturas» tienen una vida independiente de las razas que las llevan en si. Son individuos biológicos aparte. Las culturas son plantas—dice—. Y, como éstas, tienen su carrera vital predeterminada. Atraviesan la juventud y la madurez para caer inexorablemente en decrepitud.
Estamos hoy alojados en el ultimo estadio—en la vejez, consunción o «decadencia»— Untergang— de una de estas culturas: la occidental. De aquí el titulo del libro.
La riqueza y problematismo de las ideas spenglerianas impide que yo ahora intente ni un resumen ni una crítica. En otro lugar espero ocuparme largamente de esta obra, ya que su presente versión me permitirá darla por conocida de los lectores hispanoamericanos.
Sólo añadiré dos palabras sobre esta traducción: El señor García Morente ha hecho un enorme y cuidadoso esfuerzo para conseguir transvasar al odre castellano la prosa de Spengler. El estilo del autor, su terminología son tan bravamente tudescos, que no era empresa dulce hallar sus equivalencias españolas. Yo mismo he colaborado un poco en la dura faena de esta versión.
Hoy, al ofrecerla al público, me complace, sin embargo, pensar que sin hallarse exenta de defectos, esta adaptación del libro alemán conserva fielmente el sentido y aun el gesto literario del original sin perder nada de su claridad. Cuando ésta falta puede el lector estar seguro de que no sobra en el texto alemán, y si alguna frase es equívoca en español, lo es también, y con idéntica ambigüedad, en tudesco.
La edición Alemana forma dos tomos tan gruesos y compactos que ha parecido mejor repartir cada uno de ellos en dos volúmenes. El presente corresponde, pues, a la primera parte del primer tomo. La obra íntegra contará cuatro volúmenes en esta edición castellana.


José Ortega y Gasset.

PROLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN ALEMANA

Habiendo llegado al término de este libro, que empezó siendo un breve bosquejo y se ha convertido, al cabo de diez años, en una obra de conjunto, cuya extensión ha superado todas mis previsiones, cúmpleme volver la mirada hacia atrás y explicar cuáles han sido mis propósitos, qué es lo que he conseguido, cómo lo he hallado y cuál es la actitud que hoy mantengo.
En la Introducción a la edición de 1918—un fragmento en lo externo como en lo interno—hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido. En efecto, para ello hace falta, según voy viendo—y no sólo en este caso, sino en general en la historia del pensamiento—, una nueva generación, que nazca con las disposiciones necesarias.
Dije también entonces que se trataba de un primer ensayo, con los defectos inherentes a todos los ensayos, incompleto y no exento seguramente de contradicciones internas.
Esta observación no ha sido tomada tan en serio como fue hecha, ni mucho menos. El que haya penetrado hasta las raíces más profundas del pensamiento vivo sabrá que no nos es dado conocer sin contradicción los últimos fundamentos de la vida. Un pensador es un hombre cuyo destino consiste en representar simbólicamente su tiempo por medio de sus intuiciones y conceptos personales. No puede elegir. Piensa como tiene que pensar, y lo verdadero para él es, en último término, lo que con él ha nacido, constituyendo la imagen de su mundo. La verdad no la construye él, sino que la descubre en sí mismo. La verdad es el pensador mismo; es su esencia propia, reducida a palabras, el sentido de su personalidad, vaciado en una doctrina. Y la verdad es inmutable para toda su vida, porque es idéntica a su vida. Lo único necesario es este simbolismo, vaso y expresión de la historia humana. La labor filosófica profesional es superflua y sólo sirve para alargar las listas bibliográficas.
Así, pues, el núcleo de lo que he encontrado, sólo puedo calificarlo de «verdadero», es decir, de verdadero para mí y, según creo, también para los espíritus directores del futuro; pero no de verdadero «en sí», esto es, independientemente de las condiciones impuestas por la sangre y por la historia, pues tales «verdades» no existen. Mas lo que escribí en la tormentosa impetuosidad de aquellos años era sin duda una manifestación muy imperfecta de lo que aparecía claramente ante mis ojos; y en los años siguientes ha consistido mi labor en ordenar los hechos y en dar a la expresión verbal de mis pensamientos la forma más penetrante que me ha sido posible conseguir.
Nada se acaba nunca plenamente; la vida misma no se acaba hasta la muerte. Pero he vuelto sobre las partes más antiguas del libro, y he intentado elevarlas a la misma altitud de exposición intuitiva a que hoy he llegado. Y ahora me despido definitivamente de este trabajo, con sus esperanzas y sus decepciones, sus cualidades y sus defectos.
El resultado ha sido feliz para mi, y también para otros, a juzgar por los efectos que comienzan lentamente a producirse en amplias esferas del saber. Por eso debo acentuar con energía los limites que me he impuesto yo mismo en este libro. No se busque todo en él. Sólo contiene un aspecto de lo que tengo ante mis ojos, una visión nueva de la historia y sólo de ella, una filosofía del sino, la primera de su clase.
Es intuitivo en todas sus partes. Está escrito en un lenguaje que trata de reproducir con imágenes sensibles las cosas y las relaciones, en lugar de substituirlas por series de conceptos.
Se dirige solamente a aquellos lectores que saben también dar vida a los sonidos verbales y a las imágenes. Esto es difícil, ciertamente, sobre todo cuando la veneración del misterio—la veneración de Goethe—nos impide trocar las intuiciones profundas por los análisis de conceptos.
Se ha clamado sobre el pesimismo de mi libro. Es el clamor de los eternos rezagados, que persiguen cuantos pensamientos se brindan a los que en la vanguardia buscan la senda del futuro. Pero yo no he escrito para los que toman por una hazaña el cavilar sobre la esencia de las hazañas. El que define no sabe lo que es el sino.
Comprender el mundo es, par mí, estar a la altura del mundo. Esencial es la dureza de la vida, no el concepto de la vida, como enseña la filosofía a lo avestruz del idealismo. El que no se deje deslumbrar por los conceptos, no tendrá la sensación de que esto sea pesimismo. Los demás no me preocupan. Para los lectores serios que quieran tener una visión, no una definición, de la vida, he citado en nota algunas obras que no tenían cabida en el texto, dada su forma harto concisa, y que podrán orientarles sobre temas de nuestro conocimiento que se hallan algo apartados.
Para terminar, no puedo por menos de citar de nuevo los nombres de los dos espíritus a quienes debo casi todo: Goethe y Nietzsche. De Goethe es el método; de Nietzsche, los problemas. Y para reducir a una fórmula mi relación con los dos citados, diré que yo he convertido en visión panorámica lo que era en ellos una perspectiva fugaz. Goethe, empero, fue, por su modo de pensar, un discípulo de Leibniz, sin saberlo.
De suerte que este caudal de ideas que, para mi propia sorpresa, se me ha venido a las manos, me aparece como algo que, a pesar de la miseria y el asco de estos últimos años, quiero designar, orgulloso, con el nombre de: una filosofía alemana.

Blankenburgo, en el Harz, diciembre de 1922.


Oswald Spengler.


PROLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Este libro, resultado de tres años de labor, estaba ya terminado en su primera redacción cuando estalló la gran guerra. Hasta la primavera de 1917 seguí corrigiéndolo, añadiendo detalles y aclarando algunas de sus partes. Las coyunturas tan extraordinarias de estos últimos tiempos han ido demorando su publicación.
Aun cuando trata de una filosofía general de la historia, constituye, sin embargo, un comentario, en sentido profundo, a la gran época bajo cuyo signo hanse formado sus ideas directrices.
El título, decidido desde 1912, designa con estricta terminología, y correspondiendo a la decadencia u ocaso de la «antigüedad», una fase de la historia universal que comprende varios siglos y en cuyos comienzos nos encontramos al presente.
Los acontecimientos han confirmado mucho y no han refutado nada de lo que digo. Más bien han revelado que estas ideas tenían que surgir precisamente ahora y en Alemania, y que la guerra misma era uno de los supuestos necesarios para que se llegase a predecir en sus menores rasgos la nueva imagen del mundo.
Trátase, en efecto, según mi convicción, no de una filosofía más, como hay tantas posibles, fundadas y justificadas sólo por la lógica, sino de la filosofía de nuestro tiempo, filosofía en cierta manera espontánea y presentida confusamente por todos. Puedo decir esto sin presunción. Una idea históricamente necesaria, una idea que no cae en una época, sino que hace época, es sólo en sentido limitado propiedad de quien la engendra. Pertenece al tiempo; actúa inconsciente en el pensamiento de todos, y sólo su concepción personal, contingente, sin la cual no sería posible ninguna filosofía, es, con sus flaquezas y sus ventajas, lo que constituye el sino—y la buena fortuna—de un individuo.
Réstame únicamente expresar el deseo de que este libro no desmerezca por completo de los esfuerzos militares de Alemania.

Munich, diciembre de 1917.
Oswald Spengler

Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye,
La bóveda de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la alegría de vivir,
De la estrella más pequeña, como de la más grande,
Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios, Nuestro Señor.

Goethe.

2 comentarios:

HOLLOWAY_GIRL dijo...

Oswald Spengler:
Filósofo alemán (1880-1936)

Seilgard dijo...

Oswald Spengler o la simbiosis del cosmos entendida como inferencia global de la materia, sea desde una perspectiva biológica o social. Para él la historia está habitada de seres y culturas que nacen, crecen, se multiplican y mueren. Quizá la lectura ayude a responder a alguna de las cuestiones que Ortega plantea en su texto: ¿De qué modo puede sucumbir una cultura que no sea por propio suicidio..?"

Gracias por recordarnos a este gran matemático y filósofo…

Besos